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sábado, 7 de noviembre de 2009

KING Y LAS LUCES DEL PRADO.

Por: Lázaro Sarmiento


King se recostaba todas las noches a la farola de la esquina de Prado y San José, a unos pasos de la marquesina del cine Payret. Y lo hacia con la naturalidad de un bajorrelieve viviente del Paseo del Prado de La Habana. King había sido ayudante en el estudio fotográfico Narcy, en la época de los reportajes de farándula en la revista Bohemia y los anuncios de cerveza con lindas modelos en las vallas de las carreteras.

Narcy, “fotógrafos de los artistas”, siempre estuvo después de Armand, “el fotógrafo de las estrellas”. Ese mundo era historia muy antigua, cuando un amigo cazador de anécdotas y productor de discos hizo que me fijara en aquel señor mayor, pulcro, perfumado y bien vestido, conversador y memorioso, que cada noche se “encadenaba” a la luminaria de la entonces concurrida esquina del Payret . Lo rodeaban amigos ocasionales y principiantes que aprendían “de la vida” con la experiencia de la gente de más edad.

Casi todas las vedettes de los tiempos de King en la fotografía estaban retiradas en Cuba o el extranjero y algunas vivían en asilos. Sin embargo, King continuaba trabajando la imagen. Ahora sus ojos seguían a jóvenes de la ciudad y el campo, que alardeando de sus hormonas, músculos, gestos y camisas semiabiertas, desfilaban delante de sus espejuelos de aumento: desde el portal de La Sortija hasta el Parque Central, y luego el mismo trayecto a la inversa. King era feliz en aquel pedazo de acera, de donde solo se apartaba para ir al Teatro Musical o a las funciones de ópera y ballet de la sala García Lorca. Pero un día no se le vio junto a su farola. Había enfermado.

Fui con el productor de discos al apartamento de King en la calle San Miguel para conocer su estado de salud. Allí se había construido una especie de jaula dentro de la propia casa. En la puerta de su habitación que daba a la sala relucía un enorme candado. Años atrás trajo a vivir con él a una muchacha necesitada de vivienda. Luego la muchacha se enamoró, se casó, tuvo hijos que ahora corrían por la edad de la peseta, y King se convirtió en una persona ajena en el seno de la familia que una vez quiso inventarse. Ellos hablaban de temas que a él no le interesaban, veían en televisión programas que a él no le gustaban, y lo observaban de una manera que a él le dolía. Por último, ellos obtuvieron de las leyes derechos eternos de ocupación del inmueble.

King no podía recibir las visitas que hubiera querido, ni brindarles té, ni tampoco enseñarles las fotos de artistas que había sacado del estudio Narcy antes de la intervención. Y mucho menos soñar con abanicar en su cama a alguno de los paseantes del Prado durante una noche de calor, aunque el deseo podía costarle la vida como les había ocurrido a otros homosexuales en la ciudad.

De pronto sintió la necesidad de que lo cuidaran. Pensó que lo mejor sería irse a Camagüey a vivir con su única hermana, Carmelina, la cual residía sola en un impresionante palacete colonial. Se despidió de su farola la noche en que estrenaron en el Payret Fresa y chocolate.

Años después me encontré a King ya muy apagado y encogido en la calle República de la ciudad de Camagüey durante un evento de la radio. Y aunque los cuerpos que sus ojos desnudaban los hay en todas la ciudades del mundo, lo primero que me preguntó fue por su esquina de Prado y San José en La Habana.

Me asusta la fragilidad de los paisajes.

Abajo: Acera de La Sortija, en Monte y Prado. Imágenes actuales del Paseo del Prado de La Habana. Arriba izquierda: Obra de Michael Kirkham.






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